Apoplejía funcional de la historia

La plegaria sonaba lánguida desde la habitación superior. Allá lejos, sin maquillajes que cubran los rostros tapados por el velo cuchichea la ventana con el viento cálido. Hay días nuevos afuera. Miraban las ventanas el amanecer necesario y, entre los preparativos hay dos o tres momentos en que se duda realmente si es la necedad de vivir o, simplemente, demostrar que uno puede hacerlo sin ayuda. Ensayos de muerte, decían los ancianos que habían poblado en la primera contienda cuando las marchas eran la única revolución oída por el mundo. Un resorte que se apretó más de cientos de años contra la arena.
No suena el aire. No hay aroma de muerte sobre los tapiales marrones claro que descubre el sol. Ni ruido alguno entre las calles encerradas de escombro y arena. Donde antes había gritos de niños entre los tumultos de padres y madres obligados a migrar por comida, hoy hay espera. Una que otra puerta se cierra.
Ya no se escucha nada. A lo lejos, como cincuenta años en el pasado, hay muertos que vuelven. No quedan niños vivos. Una treintena de cadáveres son llorados en el boulevard y la mayoría no superan los diez años. Se puede decir que anoche llovió muerte nuevamente. Que las balas merecidas fueron certeras. Que tenían la razón de llegar a matar niños que se convertirían en dadores de paz o generadores de muerte, no lo sabremos nunca, si se presupone necesariamente ante los ataques preventivos que llegan desde las más sofisticadas máquinas diseñadas para matar menores de tres años, desmembrarlos al bisturí, comer sus carnes con el fósforo o enterrarlos en toneladas de escombros. Son las armas inteligentes. Saben que matando los próximos diez años no habrá dolores ni olores. Matando lo que genera el murmullo entre los pasillos en ruinas no hay de qué preocuparse. Es un ejercicio que viene fabricando muertos desde que el ejército se modificó, pasó de asesino moderno a modernas formas de exterminio.
La foto atrás de una pared aparece, raído del tiempo el hombre que quería varias cosas de su pueblo, hoy raído como el poster, un Yasset sin el veneno que lo mató. Sonriente, completamente con sus dientes blancos como el sol de medio día sobre las cabezas negras que siguen, copiosamente, llorando muertos. Se profana el aire y se sale al terror. Es apenas un murmullo, el viento hace más ruido que el mismísimo aire de guerra rasa. Hay agua en algún lugar del ghetto, recuerda un libro antiguo, casi olvidado. Sale cubierto y con miedo, como solían salir de las mansiones alemanas del siglo anterior. En las calles se respiraba olor a mierda. Muchos cagaban en las veredas prósperas en los años veinte de una Alemania fortalecida espiritualmente. Salió y encontró un poco de agua en una canilla del corredor. Hay agua para pocos y, a los costados, un francotirador desparramó sangre y la pegajosa cavidad de tres personas, responsables de coordinar el desalojo de las familias. Se toma el agua con sangre. Se come el pan duro y los fideos con gorgojos. Hay porotos en una mano, es oro. Hay viejos que piden pan o lo que sea. Están empobrecidos de humanidad ya que el Reich encontró formas varias para eliminarlos selectivamente. A los más pequeños se los usaban en las fábricas de la maquinaria de guerra y en los más viejos el poder calórico de sus huesos generaba el humo picante de los bosques. A doña Dorita una cicatriz de matambre para sacarle el veneno que nacía en su vientre. Estaba consciente cuando vio que se movía y de un golpe en la cabeza lo mataron. Cerraron la panza como si cerraran el acolchado. Ese día no murió ella, tuvo suerte.
Se regresa corriendo con el poco agua. Corriendo por la calle que huele, lentamente, a pólvora y a muerto. Hubo un bombardeo impresionante que iluminó la noche. Casi se puede decir, como una comparación, que dormir y morir es lo mismo. Si se dormía una bomba te mataba. Si te mataba una bomba, dormías eternamente.
Se financió la sucia campaña de guerra hasta con los dientes de oro de cada extracción. No se necesitan dientes de oro en los altos hornos de Auswitch, es una lástima perder, entre las cenizas, tanto oro. El agua, en este caso, es oro por Gaza. Las ruinas del bombardeo aliado deja desesperación y muertos. No hay un día D. Ni en las playas de Normandía se pueden ver tantas muertes. Fueron a jugar, los cuatros, como siempre lo hacían, en las playas cercanas al hotel. La orden fue que se ajusten las baterías, hay un blanco sobre la arena. Primer disparo erró, lamentablemente por su costo, unos veinte metros. La unión y mezcla de idiomas que salían del balcón del hotel no ayudó a que los chicos corran rápidos como la bomba que cayó, ajustada a la perfección milimétrica de las mejores armas del mundo, y mató a los cuatro. Hay que reconocer que se aprendió mucho sobre el arte de asesinar. La historia comprobó con la sangre de Gaza que los maestros nazis enseñaron al mundo a gastar millones asesinando niños, destruyendo hogares, vaciando vidas.

El comunicado decía que se suspendieron las clases en la Franja de Gaza, ya no quedan niños vivos. Algo así como los libros contables que decían cuántos judíos murieron en el día de quema, en los ghettos y por envenenamiento.





Terezín (1968) desde las vistas antagónicas del tiempo,
palabras inventadas,
historias de la poética de Silvio.
Un interpolador de tiempos con
la misma sangre.
Muchos muertos.
Un basta.
y los asesinos de niños de siempre.


"...En invierno y verano es igual:
tras alambres no hay estación.
Terezín de los niños jugar
con la muerte común,
mientras pintaban un cielo azul,
mientras soñaban con corretear,
mientras creían aún en el mar
y los llevaban a caminar
para no regresar..."


Desde La Oscuridad a Diario, Darío.

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