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Mostrando las entradas de julio, 2010

Monotonía de domingo

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Salió solo a la calle. El viento, típico de invierno y la llovizna pasajera sobre el rostro febril y las nubes oscuras, de a pedazos, decían que la tarde era para estar tirados al fuego del abrazo y de los cuerpos. El invierno es eso, lo típico. Miró la calle recorrida, pensaba internamente sobre su vida, reflexionó en cada esquina, pues hay una encrucijada en todas ellas, murmuró entre el cuello de la polera. Llegó la espera entre el colectivo y su lugar en ese momento, su mundo al frío aire. Su hogar transitorio por minutos, todos los días, cada vez que sale al trabajo. Lunes de mañana, la noche quiere quedarse y la madrugada la despierta, le pide perdón y la manda a dormir. En la calle, en esa esquina, nada. Algunos perros dormidos. Las hojas que el otoño dejó colgando de su efímera vida se sueltan y arrastran su decadencia hacia la pudredumbre cotidiana. A esa hora parece no haber vida. Martes y demás días es lo mismo. Salvo el domingo. Autos y luces bordean la calma y pasan raudo

Techos

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Cuando era pequeño, muy pequeño, solía gustarme el mareo de las cosas altas. Solía subir la escalera de casa, aún sin terminar, y mirar el caserío del barrio Los Fresnos, que no tenía mejor vista que el puente Zárate Brazo Largo y el supermercado de Emilio J. Merlo. Más adelante, no tanto, solía hacer señales con luces a mis primos desde una esquina del techo hacia barrio Pitrau, unas seis cuadras, justo sobre la ventana del chalet y sobre los techos de los vecinos y ver la repuesta del otro lado y sonreír. Solía sentarme en las tardes de otoño al sol y mirar el cielo, las nubes y dibujar con el dedo la nada, pensando en mucho, sobre un colchón de pasto en bolsas de papas que usábamos para hacer malabares. Los aviones parecían que cruzaban sólo para tocar la antena de diez metros que mi viejo colocó para tener los canales de Rosario y de Montevideo, que nunca se veían, menos los de Capital, y escaparme con ellos en viajes ilustrados. Solía ver desde mi atalaya a los adolescentes de

Chica lagarto

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Esa noche, la noche del humo, aspirábamos azufre. Nos era común el olor. Tomé la suerte del rabo y te vi. Llegaste danzando al ritmo de mi blues. Mientras el maestro cantaba, yo tocaba. Pasamos a una ronda más de alcohol barato y cigarros armados con el natural olor al paseo cósmico de la liturgia urbana. Mis ojos, que los tenía porque venían en la cara, se posaron en mí para dormir etílicamente. Lee me llama. Me toca el brazo y suelto la botella de whisky. -Tocamos- me agita. Ella sentía que el gusto por el Blues es mucho más que el gusto mío por la piel de tus dibujos y tus ojos remarcados en tintas y tu boca roja sin abotonar. Marcó el paso y Lee arrancó y lo seguí con la introducción de una armónica cansada. “ Now, me baby wasn´t event decided...” carraspeaba con su picada voz que aferraba al micrófono con humo. Me mira, intento concentrarme en dos cosas; una, sentarme en en el taburete que parece tener vida. Dos, en seguirlo y mirarlo atentamente. Solíamos tocar improvisando,

Piedras

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Se tropezó una, dos y tres veces. Corre la cama, la sujeta contra la pared y sale hacia el baño. Cuando vuelve siente ese escalofrío y dolorida corriente eléctrica por haberse chocado el pié en la pata de la misma cama, que por un instante pareciera que se mueve con el mismo propósito de plantarle dolor, y se pega en el dedo chico. El más pequeño de los dedos del pie. El más sensible. El doloroso. El de las puteadas. El del insulto al aire. Ya, a esta altura, levanta la cama de un golpe. Maldice a su constructor. Al inventor de la cama. A la abuela por el regalo. A los espejos. Se peina, sale corriendo desnuda y mira la hora. Es tarde se dice. Se coloca un vestido, probado de ante mano, y no le convence. Se coloca la segunda opción. Se viste con la tercera. Mira el espejo y no se convence. Las Zapatillas azules, los cordones blancos. Sin corpiño es mejor. Corre a ver el reloj de la sala. Es muy tarde. Sale por la puerta corriendo vientos, vestida de la primer opción y con sandalias.