Historias de una guerra inventada Capítulo uno – Los días



Nos enviaron al frente en manadas. Éramos leones convertidos en conejos que, en determinado momento, las ovejas nos comerían. Una cacería humana que genera cierta orgía placentera de sangre y cuerpos en el barro del invierno crudo de una ciudad que existía en fotografías y pinturas, lo demás ruinas. Una jaula de hervor patriótico y mierda del Caucasó, de las estepas de Siberia y del campesinado que nunca vio un barco, la guerra, una ciudad y gente, mucha gente junta con heridos olor a muerte y nubes que tapaban el sol.
Resistimos, resistimos a la vida. Resistimos porque el gran ojo que todo lo ve nos empujó al ruido de bombas. Una batalla en donde el enemigo está cruzando la acera de adoquín que se divierte cubriéndose de edificios, mamposterías y cadáveres.
Primero se contaban los días con pelotones enteros, gladiadores. Luego con bombas que laceraban el cielo demoliendo el esplendor. Pero los días no pasaban. Un día igual al otro. Un día y el mismo muerto varias veces, a lo sumo cambiaba de nombre. La sangre era denominador común, su apellido.
Se venció.
Algún día de esos, se venció.


Fue el mismo día, en la trincheras de barricadas barriales en comarcas ancestrales, que los fusiles tronaron el aire imperial. No dieron piedad. Fusiló a los putos, a los poetas, a los negros, a los gitanos, a los Moros, a los rojos y a todas las marimachos pendencieras que portaban armas, chaquetas y pantalones. Puta cojonada la mujer que mientras la violaba, en plena penetración de tu odio metralla, ella cantaba sangre. Por cada republicano un día del rey.


Lo mismo para el asma y la terquedad que sitúa a la necesidad de un ser humano por demostrarse que humanamente puede encontrar lo que muchos en plena lucha de ideas y ante el calor de brazas de pólvora ronronea la selva gritando a viva voz libertad.
Respirando. Cuando se puede.
Respirando.
Hondo.
Para saber que tus días son notas de tu diario. El de todos los días de tu muerte.


O solo son días, el de noche y el de día. Cuando la luz única que resplandece es de un televisor. Agitando tu muerte, con un clic, clac, clic, clac que apabulle.


Una vela por día.
Duraba la vela unas seis horas encendida.
Una plegaria por minuto, más todo el Ave María que llevaba sus cantos en versos sostenidos en veinte misterios que blasfemaba la mentira, el odio, la muerte, el llanto.
Allí, en su cuarto, el altar.
Variaba según los días, una estampita se agregaba cada vez que llegaba mi abuela, la católica racista, la que odiaba al pobre, siendo pobre.
Se llamo a tantos santos, uno por cada día de esos días a la mañana temprano y la obligación de los domingos esos de ir a misa, a las ocho, del domingo frío.
Recuerdo la escarcha.
Recuerdo los operativos de los bichos verdes en plena plaza Mitre y los días seguían tan ajenos. Un peso colorado, el viejo marrón de diez mil y monedas para nada.
Recuerdo los días contados.
Los que trajo en solo setenta y cuarto días los seiscientos cuarenta y nueve muertos, dos de los cuales vivieron la misma infancia en la esquina de mi casa.





Días interminables terminales.

Darío desde La Oscuridad a Diario.

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