Mompracem



Salió pensando que allá, lejos, uno puede encontrar algo diferente. Si, de hecho la encontró, diferente. Había pasado mucho tiempo por él, especialmente, y ella, particularmente. Un tono de voz que, en su sinfonía, era la misma que de niña lo atraía como aquellos cuentos de Salgari. Él era un personaje del mismo libro en dónde las aventuras cruzaban mares, pero de autor propio, con ribetes de intrigas, algo desalineado, con excesos y diferentes torturas mentales socavadas en procesos de autoayuda. Ella no, muy segura de su no, como de sus días.
Subió al colectivo, recorrió la noche de sus ojos, llegó al día y se sentó en una esquina a esperar. En vano. Ella no venía. Él estaba en otra esquina. No fue a propósito pero pensó mal, recordó peor y estaba a tiempo y a pocas cuadras del lugar real, de la isla. Montó cuanto navíos pasaban para llegar a tiempo. Llegó, se bajó, pagó, miró el taxi partir y avisó su llegada más temprano que tarde a nadie. 
Nadie acá.
Nadie por allá.
Se sentó, prendió su cigarrillo y mira lo que el sol deja cuando se va, detrás de las grandes urbes modernas que no saben más que a invierno en invierno, y pensó que fue timado. Pero no, no lo fue, no lo era, solo es el ansia de estar y ver que el tiempo es tiempo para todos.
Sale buscando el dato, lo encuentra, ingresa, se sienta y pide algo, solo para esperar. Fumando espera.
Ella llega.
Él saluda.
Ella llora.
Él habla.
Ella contesta.

Él habla.
Ella ríe.
Él habla por teléfono.
Ella también.
Así, la tarde, poco a poco se come sola. Ella lo invita a pasear. Él acepta.
Ella le indica como salir, él la acompaña. Ella lo besó. Él también. Ella sube al colectivo, él acompaña su andar mirándola y ríe porque es rápida, corre y vuela, es viento. Vuelve hacia ella y ríe, ella le entrega su boca, sonríe.
Se baja en su lugar, cerca del lugar que él tiene que bajar. Ella se va, así como subió, desaparece. La gente de esa tarde se comió la sonrisa. Él espera ver algo, un reflejo, un adiós.
Ella se perdió detrás de un mar de gente. Él se bajó dos cuadras más adelante, nadó hacia su lugar y allí pensó que no hay costas más seguras que el lugar anterior al desembarco. Su sonrisa.







Enviaría muchas más expediciones,
sobre tu cuerpo,
aún inexplorado.

Otras me detendría.
Sólo por el placer de detenerme a morir.

La Oscuridad a Diario, de Darío Martin

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