Elite


Vini, vidi, vici”
Julio César
al Senado Romano luego de su victoria.


Estoy asustado. No es precisamente asustado la palabra, ya que miedo no tengo, es similar, pero hay una necesidad interna que me aprieta el corazón y estrangula el alma. Hay una voz que pide a gritos, chillidos que en noches solitarias y días grises salen y carcomen mi espíritu pidiendo que lo diga, que hable sobre ese secreto tan guardado. Lo tengo desde hace mucho. Quedó guardado en el olvido de un cerebro que tiene vidas humanas pensantes que hablan cuando uno calla. Un cerebro que con alcohol calla. Un cerebro que se entregó a los vicios porque si está sobrio un día puede decir a los gritos, por el cielo y por la tierra, que secreto lo embruja y contar con lujos y detalles, a pesar del tiempo, que fue lo que paso para tener tantos sentimientos encontrados.
Hoy, a esta edad avanzada, he decidido entregarme a esas voces y hablar sin importar las consecuencias. Caer bajo los brazos de la justicia y que ella sepa juzgarme como se debe, sin derechos o con ellos, pero que diga cuál es mi castigo físico a soportar, ya que el mental lo vengo teniendo desde que ví e hice lo que hice en aquella noche. No es fácil empezar. El espasmo que se comienza a notar desde mis manos ya arrugadas y quebradas por la falta de agua, los dedos pigmentados por el tabaco de la pipa, las uñas raídas y largas de color amarillo, me hacen zozobrar. Los ojos que plañan como el primer día, ya con el color a humo y rojos con tintes blancos que absorben la luz y reflejan un intenso estado de penumbra. Mi aspecto de barba desordenada y mi pelo que se esconde detrás de un gorro de viejo maquinista de locomotora. Este aspecto que llevo y que huye de la realidad de mis aposentos en dónde la herencia otorgada, con ese secreto, ha dejado que descanse sin preguntarme si soy noble para llevarla, si fui pródigo para tenerla y si hice bien para usarla en los últimos días de mi vida. Negándome durante mucho tiempo a entablar una relación nueva, llorando por la que se perdió y la que es causante de mis alegrías y mis desgracias, que indudablemente también de mis secretos tormentosos y torturadores.
Creo que es hora, no sólo de contarlo, sino de partir hacia el patíbulo y recibir mi castigo. Ya es hora de decir la verdad aunque sea pasada e irremediable en la línea del tiempo.
Tuve un hermano. Tuve un hermano que se casó con la más bellas de las mujeres del condado de York, allá por principio de siglo, cuando el mundo festejaba el modernismo y la victoria de una Inglaterra superadora. Mi hermano, un genio de los ferrocarriles y un gran empresario del carbón. Una vida joven, una bella joven y una casa acorde al tiempo y el dinero que disponían. Ella, tentadora fruta del Edén. Él, un ególatra y testarudo que me odiaba porque era su imagen perfecta pero pobre. Si, se darán cuenta que Sir Antony Rhodes no es quien dice ser y vivo no está y no soy quien digo ser ni pertenezco a este traje a esta casa a este cuento. No, la miseria se apoderó de mí en una de mis visitas, en dónde pedía limosnas a mi hermano, que se transformó en un macabro cuento de terror. Esa tarde de invierno en dónde la humedad y el frío hacen del cuerpo un despojo llegué a su casa y, ante la mirada de sus criados, fui atendido primero en el establo de los caballos y luego, presentado como un animal, en su casa. Allí, dónde los médicos, los curas, los empresarios y las autoridades del Estado se burlaron de mí y de mi aspecto de reo. Allí fue dónde, ocultándome entre mis harapos y mi sucia cara, tramé mi venganza a esta sociedad de mierda. Allí, en ese momento, dije que yo pertenecía a ese linaje de hombres victoriosos.
Esa noche dormí en el cobertizo, después de días y de noches en los campos estivales y en algunas pensiones de mala muerte, dormía caliente y comido. Me levanté, bajé las escaleras y fui a la cocina. Busqué en los cajones un cuchillo. Busqué el cuchillo que daría entrada a mi ser en una oscura etapa y que hoy me atrevo a contar. Busqué el baño, calenté el agua y me bañé, afeité y cuidé mi aspecto raído por el tiempo. Al limpiar el espejo empañado vi de nuevo esa jovial cara. Allí esta el hermano gemelo de Sir Antony Rhodes, heredero de la fortuna de los hermanos Rhodes y miembros de un selecto grupo. Yo, el peor de todos soy copia vaga de un exitoso empresario, que no quiso nada y negó la corona británica, llamado muchas veces traidor. Yo, el peor de los ingleses. Fue entonces que subí para enfrentar mi destino, cerrar ese círculo de miseria, y abrí la puerta de su habitación. Allí estaban mi hermano, su amada y bella mujer, dos hombres desnudos y unas prostitutas de alta clase todos mezclados en un caldo orgiástico de opio y sexo. Allí, en el lecho de amor de mi hermano no era más que una orgía romana. El César estaba siendo atravesado por un duro pene y su mujer lubricando el calor con uno de sus servidores. Mujeres gozando de lo carnal y yo parado mirando todo con un cuchillo en la mano, en bata, excitado, sin entender todo.
Uno a uno les abrí el cuello. Uno a uno cayó al suelo y eyacularon sobre las sábanas su rojo semen. Ellas fueron abiertas desde el vientre y los hombres, que nunca supieron que les pasó, desangraron por el cuello. Un manto rojo tiñó completamente todo. Luego, el fuego los purificó. Ardieron en el mismo infierno que se encontraban. Ardieron todos. Completamente todos y, verán en mi cuerpo las marcas del horror ígneo. Aparecí, desconsolado llorando, detrás de la puerta mientras todo se consumía. El calor me quemó los brazos que cubrían la parte más importante que me devolvió la vida, mi rostro. Así, como salido de un vientre caliente y nuevo, nació Sir Antony Rhodes y hoy está muriendo en su lecho y contando su pecaminoso pasado. Así moriré siempre, así seré el que murió dos veces.



«Καἱ σύ, τέκνον» (Griego) ¿Incluso tú, hijo mío?)

Julio César mientras moría de la mano de Brutus







Los homenajes a los hombres que uno lee se los hace escribiendo como ellos quisieron transmitirnos cada trozo de palabra.


Desde La Oscuridad a Diario, un cuervo más que mira desde el borde de tu puerta.

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