Breve reseña de los últimos meses en dónde uno intenta y propone crear fantasías en un mundo extraño que extraña lo que siente.
Leeme.
Leeme como cuando leías
las hojas de otoño sobre la vereda de tu casa sin árboles. Las del barrio, las
del campo baldío y de los olivos.
Leeme ahora, nunca o
siempre. Como leías cuando te sentabas enfrente de todos y mirabas hacia la
nada por la ventana.
Leeme, porque me cuesta
escribir. Como cuando dejé de hacerlo, por miedo a sentir de nuevo que escribir
era sólo para que me leas.
Leeme en minúscula, ya que
en mayúscula no se deben poner las palabras que salen lentas, suaves y suplicando
un momento.
Leeme, porque pedís que
escriba algo cuando no tengo nada que escribir, cuando uno pierde el papel, los
lápices, las ganas y se sienta sobre una densa fantasía que lo rodea tanto de
noche, como de nochecita y al amanecer de la misma luna.
Leeme porque soy yo el que
pide ahora que me lean, estoy abarrotado de palabras y ninguna sale de mi piel
sin pedir permiso. Estoy que derramo lejanos adjetivos, pero los vuelvo a
juntar. Me enamoré del silencio del papel y hoy escribo porque sé que pediste
mi silencio durante los meses de muchos ruidos y tintas mezcladas. Estoy casado
con un lápiz sin punta. Comprometido con una hoja sin color. Divorciado de los
diccionarios de antónimos y parónimos. Viudo de ánimas en pronombres. Novio de
los acentos graves, a punto de morir, y agudos sentidos por pedir un verso
esdrújulo, grandilocuentes voces en cascadas de libros sin papel y en blancos
matices calóricos.
Así, como escrito con tinta
de limón, léeme para que el fuego saque de esto lo que uno quiere realmente
decir.
Desde que me senté
en la montaña rusa, aún no paré.
Darío.
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