Pasillos


Para pedir permiso toco con el dedo humedecido la suave piel de sus pechos. Avanzó sin más que detenerse y esquivando la curvatura montó una rauda escapada hacia su cuello que pulsó con angustia el latir incansable de su corazón que transmitía su alocada música corporal. Ella sentía el andar de hormiga y una suave brisa de su boca secaba los labios, se los humedecía, se le volvía a secar, pasaba su lengua roja sin permisiones y se volvía porfiadamente a secar. Él tenía detenido su dedo en la mandíbula esperando una señal. Toda su mano la tomó del cuello, recorrió su oído y amarró sus dedos del nacimiento de sus pelos. Ya no hay marcha atrás y ella empuja su cuerpo hacia arriba, su cabeza se tira en caída libre acompañando la palma de la mano que la obliga a rendirse dejando su boca abierta y sus dientes blancos y su lengua húmeda y su piel pálida de contraste con los ojos encendidos. Ninguna palabra. Gestos por montones. Ningún gemido más que el suave rose de piel subiendo por su estómago y la boca bajando lentamente para pedir agua de sus pechos. El cabellos cubre la escena principal y con el oído roza un erecto pezón, muy pequeño, muy estimulado, muy sentido, casi irrenunciable. Ella enmudece porque su boca entrega a los labios inferiores a sus dientes superiores que argumentan un deseo que no se puede decir por decir y una nada más para hacer un mucho más.

Sentados los dos en la cama ella fuma. Él la mira y acompaña una interminable mirada que se posa en el techo. Ella baja la cabeza y ve que él sigue pegado en el techo. Se le acerca al oído y le susurra viento. Él se levanta. Ella se pone una remera larga que trasluce y mejora sus piernas. Él levanta su ropa del suelo, busca los pertrechos de guerra, se peina con los dedos, se viste y camina lentamente hacia la puerta. Ella está en el baño. Él golpea suave, sin ruido, y ella abre la puerta asomando su cara, sus labios, su pelo, sus ojos iluminados de soles y se ríe. Baja la escalera, mira hacia el pasillo y la luz del patio encendida asoma la sombra de lo que vendrá. Él cierra los ojos, piensa, pero es tarde para subir y temprano para escapar, opta por entrar en su cuarto y poner música.

Ella entra en su pieza, se tira en la cama y olfatea la sabrosa sensación que queda en el aire, en las sábanas y en la piel en esas noches agitadas del deseo, cuando su madre ingresa y le pregunta si su hermano duerme o está despierto escuchando música.


Por los pasillos se ven las sombras.


Desde Darío hacia La Oscuridad a Diario

Comentarios

Nini. dijo…
Tabu universal, dice Margaret Mead...

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