Uvas para Eva


Nos enteramos tarde. Nos miramos a los ojos. Nos quisimos besar.

Ella buscaba una excusa barata para entrar a la casa y verlo, aunque sea un rato, para decir que había estado en ese lugar. Él se enteró recién a los minutos que salió ella de su patio, cuando la vinieron a buscar, pero corrió hacia la puerta antes que se suba al auto.

Se enteraron que se amaban casi sin conocerse físicamente. Se miraron a los ojos con ternura y muecas en sus bocas. Ambos, secretamente, se besaron mentalmente y luego partieron.

Mientras viajaba por el barrio, ella intentó mirarlo por la ventana trasera del coche. Marcó con el dedo un código, pero nada. Él se quedó mirando como el coche se desplazaba por la espesa arboleda de la calle y, desde lejos, miraba que se retiraba una oportunidad.

Estuvo más de quince minutos afuera, tomando aire. Miró como lentamente se opacaba el cielo y se transformaba el día en una noche veraniega estrellada, prohibida y andariega. No dudó un segundo que la amaba. No se escondió, solo perdió ese instante que tenía, pues el último del día, para verla radiante.

Seguía esperando la noche. Miró la hora y media que pasó. Se levantó y entró a un cuarto que le decía silencio. Su descuido lo traicionó, junto con su cómplice, el tiempo, porque ella lo llamó en gestos y él no estaba allí para atenderla, ni para besarla en la calle antes de partir ni para otras tantas veces que malograron sus cuerpos unidos por ese espacio no ocupado, vacío.

Quiso responder y ella ya tenía su partida señalada.

Mudó su cuerpo a un absoluto cuadro de larva. Retrocedió su estándar de mariposa. Se dijo una y mil veces que no moriría hasta que el verano sea nuevamente verano, al año siguiente.

Unos cuantos días. Un año.

Ella desapareció de la luz que la tierra brindaba. Él comentó a sus amigos que la pudo ver. Ella no salió de su vestido de tierra. Él se cambió el look y compró el perfume de su sudor. Ella ya no habló más de él.

Al año siguiente él prometió salir a su encuentro. Varios años después el prometió no morir hasta que ella regresara. Aún se acuerda de ella, llora sólo en un banco de madera que arrastra por el patio y que por falta de fuerzas, años pesados y laboriosos, recorre unos metros hasta un enorme parral. Mira atentamente los frutos que se niegan a expresar el verano por temor a recuerdos.

El viejo llora por esas uvas. El viejo es una fábula de Esopo.





Si se llora mucho se ven las uvas crecer.

Darío desde La Oscuridad a Diario.

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